22.4.17

Do.

                Ayer no, al otro, ocurrió una cosa.

                 Amanecí en un banco del parque Rodol, pasado el mediodía. Rezumando los síntomas de la cruda veisalgia por la boca del estómago hasta el filo de las uñas. Por lo que alcanzaba a recordar, las vestales habían olvidado mi rostro y mi nombre al tercer chorrito de atrabilis, y, a partir de ahí, se puso la atmósfera en negro y, entre medias, perdí un zapato. Un chasquido líquido y ovalado sucedió bajo mi trasero cuando fui a incorporarme, dejándome los pantalones impregnados de albumina y un antiestético pringue de feto de pichón.

                Bostecé. Lo sentí por el pájaro, pero en el fondo pensé que le había ahorrado una vida de amarguras y polución, así que me aboclé los trozos de cáscara del trasero y me largué de allí. Enfilé el camino a casa hecho un guiñapo y con el paso cruzado. Unas garras beige verdoso asomaban por el desgarrón de mi calcetín desamparado y me hedía el aliento a mierda. Francamente, necesitaba una ducha. Además, estaba todo aquel asunto de la consunción del dipsomaníaco deshumedecido cuando se mezcla con una categórica urgencia por cagar.

                Tomé rúe Flâneur para despejarme con la brisa estancada del río y dejé atrás el Sol Naciente con apurados andares y un nudo forzado y tirante en la punta del orificio; justo como aquel que anda transfigurándose de caracol a babosa sin cuestionarse el calendario, una entelequia.

                No había llegado a cruzar la línea imaginaria que delimita las fronteras de mi barrio cuando, sin advertencia previa, fui a tropezarme con Imperator Furiosa. Furiosa era una antigua novia que tuve, mi orbe, mi vía lechosa; pero ya pasaron muchos ayeres desde aquel pretérito, y ya ni hablamos, ni nos olemos. Furiosa lucía un iris pardo y el otro gris, y la melena ensortijada deslizándose por las clavículas. Aún conservaba, después de todo, la candidez primigenia en los lóbulos de las orejas, y ese viso de frescura que reverdece la pupila hasta el haz de His como sumergido en una marmita de esencia de ocalito.

                 Se paró junto a mí, pues percibió que había reparado en ella. Me miró de arriba abajo, sobre todo abajo, a los mitílidos de mi pie. Movió la cabeza levemente a un lado y al otro con gesto compasivo y, sin terciar palabra, giró sobre sus hermosísimos tobillos y siguió su camino. Yo le grité que esperara.

—¡Espera! —le grité.

                Furiosa, sin volver la mirada, tendió su esbelta mano atrás, como ofreciéndomela, y apresuró la marcha. Yo le dije:

—¡No puedo seguirte! ¡Espera!

                Me enjugué las legañas y otra vez corrí tras ella, como en aquella película de Motorizado Marx, la del loco del troglodomo en el desierto, y, de pronto, descubrí que de aquellos preciosos dedos suyos colgaba otra figura, parecida a mí, pero con pelo en la cabeza y la sonrisa cosida.

                Caí de rodillas contra el asfalto. Lloriqueé de un modo vergonzante unos instantes y me deshice del zapato que aún me quedaba. El aspecto del calcetín era, a grandes rasgos, similar a su análogo, aunque quizá de un matiz tirando más a ocre que a gris castaña. Decidí despojarme también de ellos y salí huyendo calle arriba.

                Desboqué por callejuelas sin apellido sin fijarme en los tendidos eléctricos, desnudos, y, cuando me di cuenta de que me encontraba practicando la fuga en dirección contraria, crucé el río por el puente de la fusa y agarré en equilibrio el raíl del tranvía, con la nariz apuntando a la colina de Ubú Roi, y los restos de huevo resecos en la culera. Conseguí mantenerme erguido el tiempo suficiente como para poder apreciar, desde una posición privilegiada, la flagrante parábola que trazó mi cuerpo cuando fue a estamparse contra el suelo con tremendo batacazo. Salí entonces despedido, cosa de tres yardas en trayectoria oblicua, esta vez en parábola ascendente, reboté en una señal de STOP, y terminé colándome, no sé cómo, por la boca de una alcantarilla que alguien se dejó un día abierta y que nunca nadie cerró. 

                Desde abajo, desde abajo huele a humo en Estagira. El suelo se ve negro como un oso negro carbonizado y se escucha cómo el tiempo gira sobre sí mismo y, al fondo, se oye un río. Un reguero de dudas y memorias en todas direcciones. Desde abajo lo sentí así y sentí pena. Y olvidé a Furiosa. Y me subí.

                Llegué al Diapasón descalzo y sin duchar. Me aposté en el córner y suspiré longo. Policarpo el fructífero bajo las torres del momento puso ante mí una crátera de cerveza y un cadencioso chorro de Pancrenoir, sin yo solicitarlo.

—Olvida lo que te dije ayer —dijo Poli—; hoy sí que estás hecho un asco.
—Yo qué sé —mascullé—. ¿Y Bubbs, ha llegado ya?
—¿No te has enterado? Le detuvieron en la frontera para ver qué había en su culo.
 —Pues hablando de lombrices, yo hoy maté a un pájaro.
—¡Bah, hay más peces en el mar!
—¿Y éstos? Quiero decir, ¿tampoco van a venir hoy?
—Ya sabes cómo son los muchachos; les encantan las sorpresas. Creo que podrían aparecer en cualquier —se calló, y yo aproveché para darle un largo tiento a la amarga envilecida y pensar en el tiempo que pasé con Furiosa, cuando por la noche resplandecían tres lunas sin mácula en el cielo, y en el tiempo que pasó desde entonces, y en cómo ahora, con el recuerdo viejo, parece que aquello duró sólo un— momento. Por cierto, ¿Has recuperado el regalo de Bubbs?
—Yarboclos, lo olvidé por completo.
—Estupendo.
—No te vayas a preocupar, mañana por la mañana buscaré a Mo y lo arrancaré de sus dedos muertos.
—Allá tú, entonces. Pero nada de sorpresas.

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