19.12.13

Trilogía de La Rueda —2.

Cierto día cogí el tren hacia el Oeste, pues me sentía cansado y con ganas de llorar; hastiado por el esfuerzo que supone caminar paso a paso tratando de ser uno mismo en este mundo de crudo y etiquetas.

Miré por la ventanilla largo rato hasta perder la noción del tiempo. Todo se confundió entonces con cada kilómetro que se quedaba atrás y el traqueteo de la locomotora escupiendo bocanadas de humo y silbando de vez en cuando como solía hacer yo. Pensé en todas las estaciones que había pasado ya y, demonios, qué largo es el invierno.

Conté vacas y árboles y después repasé todas las veces en las que me había reído hasta desgañitarme, todas las noches que nos sentábamos frente a esa vieja estufa de hierro oxidada y cantábamos sin parar y hacíamos bromas y bebíamos hasta que salía el sol sin que nos importase nada. Deseo, deseo, deseo con todas mis fuerzas vivir de nuevo alguna de esas noches y sentir el calor otra vez en el pecho y no este descosido. Me temo que en vano.

Finalmente me apeé en una ciudad de cuyo nombre no quiero acordarme, un lugar gris donde no brillaba el sol apenas y la gente camina cabizbaja procurando sortear los charcos. Fruncí el ceño y sentí miedo de no volver a divertirme más, de acabar siendo alguien con los zapatos limpios y un buen corte de pelo, de abandonarme al viento sin agitar los brazos para intentar volar o al menos planear joroschó entre las nubes.

¿Dónde ir ahora entonces? ¿Dónde podré encontrar unos calcetines bonitos y cómodos que me vayan bien para andar por casa, si aquí todas las tiendas parecen estar cerradas? ¿Dónde habré dejado olvidada mi vieja mochila rosa?


Pero no fue más que un sueño, que me cogió distraído. El tren siguió hacia el Oeste persiguiendo a esa estrella naranja que se esconde en el horizonte y yo cerré los ojos de nuevo. No hay ciudades grises, susurré como en un estribillo para relajarme, no hay ciudades grises.

17.12.13

Trilogía de La Rueda —1.

Silbando por un camino mi silbido se confundía con el aleteo de las palomas y los cañones en el viento. Recordé los largos cabellos que daban vueltas fluyendo por su pecho. Caminando pensé en cada montaña y en cada mar mientras seguía silbando. A menudo los recuerdos que comparto con ella me parecen de una época muy lejana, de otra vida libre, de cuando éramos personas. Y ahora ya no sé qué soy. Pero siempre giramos nuestras cabezas y nos retorcemos los pescuezos para ver justamente lo que no se puede ver. Y yo miro al cielo.

Caminando y viajando llegué sin darme cuenta a la Feria del País del Norte, donde las tormentas de nieve congelan el río y entonces el verano se acaba y te tienes que volver a volver a poner el abrigo. Recuerdo a la chica que vivía ahí, y a veces pienso en ella como la que tal vez fue mi verdadero amor; pero está la tormenta de nieve y este viento helado, y casi que prefiero abrigarme un rato.

Seguí caminando y después también, con una maleta en la mano llena de yo-qué-sé y la echo de menos. No sé si es que el mundo gira a cada paso que doy, pero ella siempre está lejos, por la Tierra. Y las calles vacías por la noche van a hacer que me maten. Caminé y silbé, siempre lejos y apostando, tal vez demasiado, pues ya no tengo nada que decir; tal vez esté en problemas, pero, por favor, no me quites mis zapatos de autopista con los que camino mientras silbo; creo que me dan algo de suerte y quisiera gastar suela intentándolo. Acordamos vernos en medio del Océano una vez dejáramos atrás estas viejas y polvorientas carreteras, pero me temo que hasta el mismo Océano quiera llevársela algún día y con ella mi corazón en una maleta.

Sin embargo, sigo caminando y silbando con mis zapatos de autopista por una solitaria llanura como un tonto. Ofrecen por ahí mujeres de quince centavos con nada en la cabeza, pero creo que tengo en algún sitio una chica de verdad que de verdad me encanta. Ofrecen coches deportivos también, pero yo puedo dar una vuelta por el barrio en cualquier momento y no quiero nada de eso. Caminando y silbando el viento sigue soplando en la calle y yo llevo el sombrero en la mano y mis zapatos de autopista en los pies, por si me acuerdo de ella y tropiezo, no me haga mucho daño. 

9.12.13

Esperar.

He aquí el sueño que tuve: Un espejo bien grande y redondo pendía del techo en medio de una habitación amplia y diáfana. Estaba anclado al suelo por la parte inferior de manera que podía girar en torno a su eje central como una peonza, así, mostrando sus dos caras entre canto y canto como una moneda reflectante y joroschó.

Le di un buen impulso, como jugando a la ruleta de la fortuna, y mi reflejo, entre giro y giro, empezó a moverse sin hacerlo yo.

Primero, puso el dorso de su mano izquierda frente al rostro, ocultándolo. En su palma, un gran globo ocular dibujaba círculos con una inquietante pupila escrutadora que nunca pestañeaba, pues no tenía párpados sino dedos.

Después, contó los dedos de su otra mano. Diecisiete, pero sólo cuatro de ellos eran pulgares.

El espejo giraba cada vez más deprisa. Tanto, que más bien parecía una esfera de cristal como las que utilizan los adivinos, pero sin un vapor misterioso en su interior, sino mi propia figura reflejada que empezó a caminar, mas no avanzó ni un solo paso.

Me sentí cansado sólo de mirarlo y lo detuve con mi propio pie. —Es éste el que ha de andar— le dije a mi reflejo, que se había quedado ahí quieto, imitándome, señalándose el pie mientras movía los labios—. Es éste el que ha de gastar suela acompañado por el otro a cada paso. Éstos son los que se lastimarán con cada piedra y sufrirán de callos y ampollas, también los que se refrescarán en los ríos del deshielo y descansarán entre la hierba estirando sus deditos para bostezar con regocijo y alborozo.

Le miré, y entonces él me miró. Abrí un ojo y vi que aún no había amanecido, que las farolas teñían de un naranja antiguo la noche púrpura bajo la sonrisa de Chesire sin gato bien blanca y brillante. Cerré el párpado y en ese espejo no vi a nadie más que a mí mismo durmiendo.


         Existen enchufes sin utilizar por toda mi casa 
si es que alguna vez los necesito. —Allen Ginsberg

1.12.13

Joroschó.

         Todo parece tan obvio que no merece la pena cuestionarse esto y aquello como un simio preguntón y desorientado. Las manos en el suelo, con el delicioso samsara que nos mata de risa. Un tipo me dijo: ¿Sabes por qué me gusta tanto ir a mear? Porque son los únicos momentos en los que me siento relajado de veras y mi cuerpo se vacía. Y fue entonces cuando me percaté de que el tiempo también pasa para el resto.

         Jugando con las vocales un minino sonriente me preguntó que quién era yo. ¿Yo? Yo sólo sé quién quiero ser. Dicen que sólo con eso no vale, pero también que todo son etapas, y ahora mismo yo soy ésta. Mira a ese gato encaramado entre las ramas que se ve por mi ventana ¿Acaso no es un motivo de alegría tan justificado como un cumpleaños o algo así? Las suelas de nuestros zapatos brincan y hacen cabriolas sobre una loca roca preciosa que da vueltas en torno a una estrella cualquiera, ¿Cómo no nos vamos a reír?

Wassily Kansinsky.